Marie-Astrid Dupret : ¿Los llaman terroristas? Unos jóvenes como tantos otros…[1]

Introducción

Desde algunos años, la actualidad mediática en Francia y Bélgica sobre todo, focaliza su atención sobre el tema de adolescentes y jóvenes que cometen atentados en lugares públicos y emblemáticos de la posmodernidad, entre los más recientes, el Bataclan de París (noviembre 2015) y el aeropuerto internacional de Bruselas (marzo 2016) o contra personas representativas de la laicidad atea, como los caricaturistas de Charlie Hebdo (enero 2015), actos reivindicados luego por el Estado Islámico. Muchos debates de diversa índole, han nacido alrededor de las causas psicosociales de estas violencias espectaculares y de la personalidad de los perpetradores. En esas discusiones, se observa un cierto antagonismo entre por un lado, los defensores de los valores superiores del Occidente que ven en estos crímenes, la expresión de la barbarie y la venganza de grupos juveniles incentivados por el fanatismo religioso de sus imames, incapaces de insertarse en el desarrollo neo-liberal y, por el otro, los que trabajan cotidianamente con adolescentes de los barrios periféricos de París y Bruselas, trabajadores sociales, educadores, jueces de la niñez y adolescencia, y otros, para quienes las condiciones de vida y la falta de perspectivas de inserción social, son las principales causas de estos recorridos hacia la criminalidad[2].

 

Uno podría pensar que se trata de la problemática específica en países del mundo occidental y donde los descendientes de trabajadores que migraron de excolonias hace 50 o 60 años, están encerrados en un contexto de desvinculación social. En realidad, la lectura de las historias de vida de algunos jóvenes radicalizados, da una sensación de familiaridad y no faltan rasgos comunes con las de menores infractores ecuatorianos[3]. Por supuesto, hay divergencias muy significativas entre las dinámicas que llevan a cometer violencias insensatas en un escenario público, y agresiones más locales y ligadas no raras veces, a pequeños tráficos y pandillas. En particular, en lo que se refiere a los jóvenes de los suburbios europeos atraídos por la “guerra santa”,  se constata el rol decisivo de su pertenencia cultural; con los valores de la tradición familiar que revindican, una filiación y una figura paterna desprestigiadas, así como el papel fundamental, si bien superficial, del Islam. Pero por otro lado la comparación con otros adolescentes involucrados en actuares violentos, muestra similitudes importantes, como las condiciones de vida y el origen social; también se puede mencionar la edad, entre adolescencia y juventud, delincuencia y conductas anti-sociales previas, una infancia de marginalidad, una escolaridad limitada; lo que apunta a menudo a un diagnóstico de psicopatía, y que permitiría pensar la desinserción sociocultural como uno de los factores claves de las conductas mortíferas juveniles.

 

De allí la idea de este breve ensayo que tiene como fin examinar, a partir del contexto delimitado de los suburbios belgas y franceses, algunas facetas de la conflictividad de una juventud desamparada que, después de un recorrido estereotipado, encuentra en la criminalidad una solución para su mal vivir. Se espera de este modo enriquecer la discusión al respecto, y aportar algunos elementos explicativos para contribuir a la búsqueda de respuestas preventivas que permitan en la medida de lo posible, evitar estos destinos funestes tanto para el sujeto mismo como para la sociedad, e incluso el mundo...

 

Dos paréntesis

Antes de iniciar este estudio, algunas aclaraciones históricas son necesarias frente a  prejuicios y amalgamas muy comunes en Europa, mucho menos en el Ecuador, y que nacen de una supuesta vinculación intrínseca entre el Islam, el terrorismo y la violencia.

 

En francés, el vocablo “terrorismo es atestado desde 1794 en el sentido de ‘régimen de terror política’, paralelamente a ‘terrorista’ que designa el partidario, el agente de un régimen de terror” (Le Robert, 1992, bajo la palabra ‘terreur’); y sigue: “por extensión, las dos palabras se aplican hoy día al empleo sistemático de medidas violentas con un fin político y, muy a menudo, a actos de violencia ejecutados para crear un clima de inseguridad.” Por ende, la dimensión política constituye una parte esencial del terrorismo.

 

En este sentido, el terrorismo tiene una larga historia desde su nacimiento como tal en la Revolución francesa, e incluso antes. Fueron prácticas utilizadas por los norteamericanos al conquistar las tierras de EE-UU, lo mismo que hicieron muchos pueblos colonizadores; también sirvieron a los Nazis para amedrentar a las poblaciones ocupadas, o a Israel, desde su fundación, con el fin de hacer huir a los palestinos de sus aldeas. No faltan recuerdos dramáticos de procedimientos de esta misma naturaleza en todo el mundo, con el objetivo de aterrorizar a la población. Por lo que la expresión “terrorismo islámico” que sugiere una vinculación directa entre el Islam y el uso del terror, es abusiva, y devela una distorsión ideológica peligrosa en cuanto estigmatiza a un grupo de gente por su pertenencia religiosa, en lugar de favorecer el análisis de la problemática subyacente.

 

Por cierto, en la actualidad el Medio Oriente es el escenario de hechos de violencia extrema; pero para entender su dinámica mortífera, es necesario resituarlos en su contexto. En junio del 2014, se proclama la fundación de un Califato en el norte de Irak, que se denominará ISIL[4], y que pretende ser una teocracia islámica, cuya ideología está basada en una aplicación extrema de la Charia o Ley Islámica (Dupret, B., 2014) y el uso muy mediatizado del miedo para ejercer su poder, parte de su táctica para extender su dominio hacia otras regiones. La utilización de una violencia desmesurada, es parte de la historia reciente de esta región del mundo que fue el escenario de atrocidades cometidas por los ejércitos norteamericano y de sus aliados durante su invasión a Iraq; recordemos en particular la segunda batalla de Fallujah a finales del 2004, apenas 10 años antes, y que fue un crimen contra la humanidad. En estas circunstancias, uno no debe extrañarse del recurso a una fuerza brutal por parte de quienes vivenciaron en su infancia las tragedias de la guerra, lo que permite explicar en gran parte su apoyo incondicional al ISIL.

 

Empero, la fascinación que suscita entre los jóvenes que habitan partes menos convulsionadas del mundo, como los barrios de migrantes magrebí de Francia o Bélgica, no responde a una situación comparable, y para entender el tropismo del Estado Islámico, es necesario buscar otros elementos explicativos. Para aprehender el sentido de sus adhesiones y sus actuares, es necesario resituarlos en el contexto posmoderno de una juventud a menudo desorientada en cuanto a su futuro; y conviene añadir las experiencias de segregación más o menos sutil que viven a diario.

 

No hay criminal innato

Este estudio de los actuares violentos, parte de un primer axioma: no hay criminales por naturaleza. Al mirar las caras de muchos de los jóvenes de origen norafricano que han cometido gestos terroristas en estos últimos años, ¡se evidencia lo absurdo de la teoría lombrosiana! Se los ve por lo general, risueños, simpáticos y según muchos de sus vecinos, nadie hubiera sospechado que un día iban a cometer acciones muy violentas en nombre de Dios, Allah Akbar, tal vez lo único que saben en árabe. Tampoco tiene sentido hablar de  una personalidad terrorista propia a los jóvenes de los barrios con poblaciones de origen árabe, que sean lobos solitarios, como se los denomina, o parte de un grupo más extendido, como el Estado Islámico. Más allá de las referencias políticas e ideológicas, el esquema de conducta es de gran actualidad en el mundo de hoy, y lo encontramos en escenarios muy diferentes, por ejemplo en las matanzas en centros educativos en EE.UU., como los hechos contados en Bowling for Columbine.

 

La cuestión es por lo tanto entender lo que pudo llevarles a transformarse en ‘terroristas’, y- cometer atentados sin piedad, contra un enemigo anónimo, a menudo muriendo en el acto. La explicación más común en Europa, es su radicalización religiosa, sea por el contacto con co-detenidos islamistas durante su encarcelamiento, sea con reclutadores del Estado islámico, hasta el punto que los gobiernos han creado programas de des-radicalización, como principal prevención. Sin embargo el meollo del problema parece otro y conviene más bien analizar el porqué de la fanatización como respuesta a su malestar existencial, en lugar de considerar a la religión como el principal causante de los actos terroristas. Lo que no significa, en el caso de los djihadistas[5] nacidos en Europa, dejar de lado la dimensión religiosa por lo más superficial que sea por lo general tienen un profundo desconocimiento del Islam-, así como la dimensión política. Uno de los mayores interrogantes se refiere a lo que lleva a estos jóvenes, parecidos a tantos otros de su edad, a adscribir sus actuaciones a los lineamientos políticos del Estado islámico; o sea ¿qué es lo que hace tan seductor el proyecto del ISIL para que algunos chicos de sectores marginales del primer mundo, vayan a cometer de repente crímenes espectaculares, horrorosos, gratuitos, y a menudo bajo la forma de auto-sacrificio?

 

Para dilucidar las motivaciones de estas actuaciones mortíferas ligadas a la atracción del Djihad, una opción aparentemente incongruente en un entorno consumista, aunque de ninguna manera ajena a la sociedad neoliberal, es necesario buscar otros elementos como lo propone Badiou (2016) al hablar de ‘las subjetividades reactivas’ de ‘los desposeídos’ que “no tienen ningún medio para oponerse, en el pensamiento o en la acción” al mundo de comodidades, ‘arrogancia’ y ‘pretensiones a la civilización’ de la ‘subjetividad occidental’(p. 39ss); de allí “una frustración amarga, una mezcolanza clásica de envidia y rebeldía” (p. 42). En este sentido, sería la propia dinámica de la sociedad que, al excluir a una parte de sus miembros de una inscripción sociocultural, abre el camino a actuares mortíferos de algunos jóvenes que reivindican por este medio, un lugar de existencia, por más efímero que sea.

 

Entre los aspectos sobredeterminantes en el recorrido de vida del joven ‘terrorista’, hay que mencionar en primer lugar, una infancia al margen de la sociocultura dominante, con una figura paterna desvalorada en el seno de la sociedad para la cual trabaja, y tradiciones religiosas a veces con valores contrarias a los de la posmodernidad, con su consecuencia de segregación por parte del mundo que le rodea, una falta de perspectivas de futuro y un sentimiento de disociación identitaria. Luego, en la adolescencia, el típico impulso a las proezas, le lleva a cometer acciones delictivas que le abren las puertas de la cárcel, donde está puesto en contacto con los predicadores de una religión de salvación en nombre de un Dios omnipotente; seducido por un Estado Islámico victorioso, magnificado por Internet, y que le promete una vida nueva, viajar a Siria o Irak, o por lo menos colaborar con la Guerra Santa contra los infieles, se vuelve una meta primordial; cuya consecuencia casi inevitable, será cumplir con su destino de mártir gracias a un acto espectacular y sangriento.

 

Adolescencia y exclusión sociocultural

La pubertad marca el paso biológico de la infancia al mundo adulto en la medida que el joven adquiere la  capacidad de engendrar, lo que conlleva cambios en su estatuto sociocultural  con la posibilidad ser padre y por ende fundar una nueva familia, así como entrar en el mundo laboral. A partir de entonces, el sujeto experimenta paulatinamente su nueva posición en el seno de su grupo en cuanto se supone que poco a poco vaya a tomar parte más activa en la vida sociocultural. De allí, el concepto de pasaje adolescente para subrayar un proceso de duración variable según las épocas, las culturas y los individuos, con facetas múltiples, entre las cuales el aprendizaje de la convivencia con los otros, en conformidad con las leyes comunes. También durante esta etapa del desarrollo, en el plan intra-psíquico, se modifican las estructuras del pensamiento y la economía subjetiva; en particular el joven se hace cada vez más dueño de su actuar —como se dice, ‘dueño de su vida’—, al cual da sentido y valor.

 

En otros tiempos, el pasaje adolescente estaba acompañado de ritos de iniciación para enmarcar esta transición hacia un nuevo posicionamiento en su sociedad, y hacia una identidad adulta. Estos ritos tenían como función, ayudar al joven a encontrar un anclaje personal en el mundo, independientemente de sus vínculos familiares infantiles; solían abarcar tanto saberes simbólicos como conocimientos concretos respecto a la sociocultura de la cual era partícipe, para permitirle orientar sus acciones hacia el bien de la colectividad, y a la vez desarrollar sus talentos singulares. De este modo, tenía la posibilidad de integrarse a su comunidad y sentirse miembro por completo, al lograr superar las pruebas y romper sus lazos de dependencia, sobre todo con su madre. El efecto de estos ritos, al producir un corte tanto físico como emocional e intelectual, entre el adolescente y su pasado, era esencial para que pueda asumir el rol que se esperaba de él y volverse así, actor pleno y responsable en el marco de su sociedad.

 

En el mundo posmoderno, con la pérdida de la dimensión colectiva, los ritos de pasaje y de iniciación han desaparecido, aunque de manera más solapada, existen algunos nuevos modos de subrayar la transición del mundo infantil a la vida adulta. Entre aquellos, el acceso a los estudios superiores con las pruebas que implican para abrirse a nuevos conocimientos, parece uno de los más importantes, y en este sentido la Universidad no solo ofrece mejores posibilidades de trabajo, sino también nuevas oportunidades de contactos y de relaciones sociales, así como la ampliación de los  espacios de vida[6]. Para los adolescentes magrebís, este camino hacia la adultez es casi impracticable. La mayoría de ellos no pueden emprender estudios de tercer ciclo, por razones económicas tanto como académicas, ya que sus escuelas y colegios no suelen tener el nivel educativo idóneo para llevarles hacia la educación superior y las grandes escuelas, sino que les destina más bien a formaciones subalternas. Como lo escribe Badiou (2015, p.47), “estos jóvenes se consideran como sin perspectivas […] no hay lugar para ellos, no hay lugar en todo caso conforme con su deseo”.

 

Hay que subrayar que la frontera sociocultural no es solo simbólica sino que se materializa bajo la forma de una ghetoïsación  por así decirlo, de los espacios de vida de los adolescentes dentro de la urbe, como lo describe una investigación del 2008 sobre Molenbeek, Bruselas, tristemente famoso en estos últimos tiempos (Bailly et al., 2008). En efecto, ahí, la mayoría de los jóvenes de origen norafricana viven replegados entre unas cuantas manzanas donde transcurre su cotidianidad, y fuera de las cuales se sienten incómodos. Cabe añadir que su mundo no está solamente limitado en el plan geográfico; las actividades para-escolares a su disposición se reducen a poca cosa, sobre todo el futbol; casi no tienen acceso a la cultura, por lo general reservada a otros sectores socioeconómicos, y sus intereses en la vida se ven cada vez más restringidos. Notemos que muchos sectores marginales de otros lugares del mundo, viven situaciones similares de desarraigo espacial.

 

Orígenes de la desinserción sociocultural y división entre mundos incompatibles

La falta de acceso a una formación profesional de calidad, no es más que un aspecto de la dificultad de auténtica inserción de los jóvenes en la sociedad que les rodea, ya que se encuentran divididos entre dos culturas sin muchos puentes entre la una y la otra[7], la de su vida familiar por una parte, y la otra, su vida que podríamos llamar ‘pública’. Esta dicotomía sociocultural se manifiesta desde la infancia, como lo comenta  en su novela, el escritor Azouz Begag (1989) que describe con mucho humor, el sentimiento extraño experimentado durante su niñez por el pequeño héroe de origen argelino, a pesar de haber nacido y crecido en Lyon, cuando se encuentra con franceses, en un lugar que no tiene nada que ver con el mundo de su hogar y en el cual se da cuenta que no tiene cabida.  Esta problemática relativa a la inscripción sociocultural, se refleja en la estructuración psíquica del sujeto, provocando carencias identitarias y la ausencia de un sentimiento de pertenencia. Como se verá a continuación, esta brecha crea un terreno muy fértil para la futura radicalización, donde se infiltrarán las imágenes seductoras de las propagandas engañosas del Estado islámico con la propuesta de redención, con fuertes cargas religiosas.

 

La poca articulación entre el escenario familiar y el de la cultura dominante que rodea a los jóvenes magrebís, tiene su larga historia. No es casualidad que suelen pertenecer a la llamada ‘tercera generación’. La primera corresponde a la del abuelo, el primer migrante, todavía inmerso en su cultura de origen, y que mantiene vínculos fuertes con su pueblo natal, donde volvió después de encontrar un trabajo en Francia o Bélgica, para buscar a una esposa de su comunidad; ella por lo general, no aprenderá francés o será muy poco. La segunda generación es la del padre del joven, que intentó integrarse de la mejor manera posible al entorno cultural del país de acogida, asimilando sus modos de vida, aunque con un apego al Islam de su pueblo y a sus tradiciones. Como se sabe, en la mayoría de los casos, esta inserción falló, sobre todo porque, por razones principalmente económicas, el padre nunca fue reconocido como miembro por completo de la cultura dominante; al mismo tiempo que los lazos con la tierra de origen se habían vuelto más distantes. Viene entonces la tercera generación que es la de nuestros adolescentes, muy a menudo abocada al desempleo. Ya no está vinculada al mundo sociocultural magrebí y a la vez no se siente plenamente europea, ni tampoco está considerada como tal —en Francia, la privación de nacionalidad es la prueba patente de esta falta de verdadera integración: a pesar de haber nacido en Francia, no son  auténticos franceses. Una variante de ni, ni, que se añade al ni estudiar ni trabajar, esta vez ni de un grupo cultural, ni del otro; crecen al margen del poder político y económico, y tampoco tienen a un grupo de pertenencia social dónde sentirse reconocidos.

 

El problema no es solamente coyuntural sino que tiene que ver con la estructura socioeconómica del sistema neoliberal al cual participan activamente los migrantes en Europa. En efecto viven una especie de situación colonial invertida, con los ex-colonizados que trabajan en una relación de explotación parecida a la anterior, pero esta vez en el seno del país colonizador; por lo que no son dueños ni de los medios de producción, ni tampoco de las decisiones políticas; vienen como una mano de obra que en principio, no va a instalarse definitivamente[8]. Con la consecuencia de que sus nietos crecen divididos entre dos mundos incompatibles, el mundo neo-liberal con sus modos de vida posmodernos por un lado, y por el otro, una familia organizada alrededor de valores tradicionales, una dicotomía con efectos esquizofrénicos en la construcción psíquica del sujeto, un verdadero clivaje entre el hogar y el exterior; una incomunicación entre los dos espacios de su vida que obligan a los hijos de migrantes adaptar su conducta a cada contexto singular.

 

Una esquizofrenia existencial

Lo cierto es que los factores de marginación socioeconómica y desdoblamiento cultural, no solo moldean  las normas de conducta, sino que afectan al proceso de estructuración psíquica del joven, en la medida que atañan al Nombre-del-Padre, o sea a la función simbólica del padre. En efecto, en circunstancias socioculturales adversas, este padre está a menudo en la incapacidad de ocupar un lugar de referencia y servir como mediador entra el sujeto, la familia y la sociedad, lo que a su vez tiene como consecuencia para el sujeto, cuestionamientos de orden identitario, y dificulta la formación de su consciencia moral y de su ideal yoico. Estos aspectos merecen una profundización.

 

En las culturas norafricanas tradicionales, la figura paterna tiene una función predominante dentro y fuera del hogar, investida de respeto y autoridad. La situación es muy diferente para los emigrados. Afuera el padre es un trabajador, una mano de obra de segunda clase, lo que el niño entiende como una forma de desprestigio del mundo exterior para con el padre. Y dentro de la familia, no raras veces, la imagen paterna se caracteriza por vacíos, enfermedades y ausencias[9]. En estas condiciones, el padre no puede ser el representante de una Ley para la cual es considerado como extranjero; por lo que el Nombre-del-Padre, no se constituye ni como referencia simbólica ni como punto de anclaje en la sociedad dominante[10].

 

Durante los primeros años de vida, al nivel de la estructuración subjetiva arcaica[11], por lo general no se plantearon mayores problemas. Las familias magrebís suelen cuidar mucho a sus hijos pequeños y el narcisismo primario del niño, cargado por los imaginarios y las ensoñaciones de sus parientes, en especial su madre, es fuerte y le da seguridad, permitiéndole el desarrollo de su Yo con una representación valorada de sí mismo. Al contrario, la etapa de estructuración cultural, tiempo de la articulación del complejo de Edipo —el sujeto, en relación con padre y madre— y de la socialización —es decir el de la inserción en grupos de pares y en el entorno sociocultural—, se vuelve problemática. Tal vez una de las dificultades mayores de esta situación, se devela en la construcción de la consciencia moral, tributaria del proceso de subjetivación en el momento del Edipo, una instancia necesaria para que el sujeto ordene sus conductas según los preceptos éticos que aseguran la convivencia social en el seno de cualquier grupo. En el caso de los niños magrebís, el proceso de adquisición de los valores morales, se ve entorpecido y desarrimado del contexto de vida por la esquizofrenia psico-cultural en la cual crecen; de modo que la consciencia moral se articula a un sistema abstracto, del bien y del mal, de lo permitido y lo prohibido, impregnado por una religión lejana, ajena a las vivencias cotidianas, sin posibilidad de formar un punto de evaluación para la conducta propia.

 

Por último, la dicotomía entre el mundo familiar y tradicional por un lado, y la sociocultura exterior dominante por el otro, complica la formación de un Ideal que permita al sujeto proyectar a su Yo y su devenir en un escenario de vida, y así adquirir los instrumentos para pensarse a futuro dentro de una comunidad donde pueda sentirse reconocido como miembro pleno. La consecuencia de esta situación, es que el mundo que le rodea, no lo experimenta como suyo; tampoco desea apropiarse bienes culturales de los cuales no se considera heredero; con una tendencia muy marcada a desvalorar al otro. Entonces ocurre lo que escribe Zizek apoyándose en Freud “el próximo [se vuelve…] una Cosa, un intruso traumatizante cuyo modo de vida diferente (o más bien el modo de goce materializado en sus prácticas y rituales sociales) nos molesta”, y “su cercanía demasiado grande puede perturbar el equilibrio de nuestros modos de vida y, de esta manera, dar lugar a una reacción agresiva que tiene como fin deshacerse de él” (2016, p.94).

 

Esta falta de ideal existencial se refleja en la construcción de lo que Freud (1908) llamó “la novela familiar”. Para sostener algo de su narcisismo, el niño suele crearse un imaginario alrededor del cumplimiento de hazañas fantásticas, un Yo ideal heroico para salvar a sus padres, una suerte de sueño despierto que le acompañará durante la infancia. En condiciones normales, en el momento de la adolescencia, renuncia a este fantasma para lanzarse en la conquista de escenarios de vida  reales, apoyándose en la confianza en sí mismo y en sus capacidades propias, en función del principio de realidad que le guía. A cambio, sobre el trasfondo de segregación que constituye la cotidianidad del joven magrebí, se marca una frontera casi infranqueable entre mundos paralelos e incomunicados, que diferencia las conductas orientadas por los valores posmodernos y las esperadas por la familia. Le resulta entonces muy difícil abandonar su sueño infantil de grandeza, que se transforma en un gran escollo para su acceso a una vida responsable y una realidad de la adultez.

 

Lo que explica por qué en la adolescencia, época de un empuje a la acción dentro un mundo bien real y ya no de ficción, las actuaciones violentas se tornan para algunos jóvenes, un modo de existencia que les da oportunidades estimulantes para sentirse vivir ‘de verdad’, con las consecuencias previsibles de una tendencia hacia las incivilidades, los comportamientos anti-sociales e incluso la criminalidad. 

 

Psicopatía y actuar delincuente, una manera de vivir

En efecto, el contexto de marginación con sus graves carencias de integración sociocultural, crea casi todas las condiciones favorables al surgimiento de un cuadro de psicopatía, entendida esta última como un conflicto entre el sujeto y el grupo social, que se manifiesta en actuaciones y reacciones desmedidas con una escasa ‘mentalización’ de la conducta (Dupret, 2005, p.52). Es llamativo que el perfil psicosocial de estos jóvenes tenga varios rasgos comunes con chicos de sectores desfavorecidos de otras partes del mundo, entre los cuales se puede citar un nivel de escolaridad mediocre, dificultades en la inserción laboral y social, un alto grado de impulsividad, desconocimiento de la Ley (o el no sentirse concernido), la ausencia de sentimiento de culpabilidad, y la falta de una referencia paterna valorada.[12] No hay que extrañarse que para muchos de ellos, la adolescencia signifique entonces el inicio de un recorrido fuera de las leyes y de las normas, al principio pequeños hurtos pero luego, a veces, delitos más graves, por lo general en relación con el tráfico de drogas y armas. Lo cierto es que no suele crearles un problema moral, ni tampoco una transgresión, en la medida que no se consideran parte de la sociedad que sirve de tablero a sus fechorías.

 

A cambio, la vinculación con pandillas y bandas, que acompaña por lo general la delincuencia, ofrece al adolescente una oportunidad para insertarse en un grupo y experimentar por fin, un sentimiento de pertenencia y reconocimiento. Además, estas agrupaciones giran alrededor de un jefe, figura idealizada que el padre, por su posición de dominado, nunca pudo asumir. Y están los compañeros frente a los cuales el joven puede hacerse valer y ganar su consideración, a través de conductas riesgosas y desafiantes. Por fin siente vivir plenamente en una edad en la cual necesita escapar al encierre familiar y descubrir nuevos espacios de acción. La delincuencia se vuelve no solo un medio para obtener réditos económicos sino para transgredir las normas y crear el evento, por fin una vida intensa donde puede jugarse el todo por el todo; y los comportamientos anti-sociales devienen su modo propio de adaptación a un entorno social que siente hostil, permitiéndole crearse un personaje respetado y a la vez, cumplir con sus sueños de infancia de heroísmo y salvación del honor de la familia.

 

Eissler (1979) define la delincuencia desde un punto de vista dinámico a partir de tres criterios: “Una persistencia del principio del placer a costa del principio de la realidad; una agresividad dirigida hacia el exterior; actitudes refractarias a los valores que vienen del consenso social”; que Van Gijseghem matiza, hablando de “un elemento de transgresión de los valores histórico-sociales y un elemento de agresión o explotación del mundo exterior”; y observando, a partir del estudio de Yochelson y Samenow (1976) que el acto delincuencial articula pensamiento y actuar, al suscitar “una alta tasa de excitación… alimentada por el sentimiento de ser especial, diferente, ‘fuera-de-la-ley’, potente y dominante, … con la sensación de tener al otro bajo su poder”; y añade: “La imagen de sí omnipotente es primordial y debe constantemente ser mantenida para  evitar… el sentimiento de no ser nada” (1980, p.116).

 

Uno entiende entonces el papel tan central de la delincuencia para los adolescentes de la marginalidad, al ofrecerles por fin un modo de vida a su dimensión, con un posicionamiento preeminente en el contexto de una cotidianidad gris. Y cuando surgirá luego la oportunidad de un actuar terrorista, que extenderá su rayo de acción al escenario del mundo entero, los efectos imaginarios se demultiplicarán, dándoles una sensación grandiosa. Empero para llegar a esto, hay que mencionar la etapa trágica y decisiva que es el paso por la cárcel. Porque lo triste es que, a pesar de que los actos delictivos en los cuales se involucran estos jóvenes, giran sobre todo alrededor del mercado de estupefacientes, y raras veces se transforman en gran criminalidad, a menudo les precipitan en directo hacia la prisión con sus consecuencias desastrosas para el sujeto inmerso en grandes contradicciones y carencias simbólicas.

 

Cárcel, radicalización, Internet

Para muchos de ellos, con una estructura subjetiva frágil, entrar en la cárcel significa el inicio de una debacle psíquica. Lugar de malos tratos, violencias y humillaciones produce un desamparo anímico tal que cualquier ideología simplista encuentra un terreno muy fértil para arraigarse. Amedy Coulibaly, autor del atentado contra el supermercado kosher, había filmado con algunos de sus compañeros, las condiciones de vida infames de la prisión de Fleury-Mérogis, lo que le llevó a decir que la cárcel es “la mejor puta escuela de criminalidad”, añadiendo esta reflexión: “¿Cómo queréis que se  aprenda la justicia con la injusticia?”. No es solo su punto de vista sino que lo comparten muchos especialistas de la juventud delincuente que consideran a las vivencias carcelarias, como la primera causa de la radicalización islamista, en el sentido de una búsqueda en la religión, de un escape simbólico a una experiencia de degradación de la condición humana, un aspecto muy olvidado por los críticos de la Islamización.

 

En 1961, en su introducción al libro de Frantz Fanon, Sartre había notado la tendencia a un creciente fanatismo religioso en el contexto de las luchas contra los poderes dominantes:

Lo que era otrora el hecho religioso en toda su simplicidad, una cierta comunicación del fiel con lo sagrado, lo trasforman en una arma contra la desesperanza y la humillación. [Sus dioses[13]] los protegen; lo que quiere decir que los colonizados se defienden de la alienación colonial incrementando la alienación religiosa. Con aquel único resultado, en fin de cuenta, que cumulan las dos alienaciones y que cada una se refuerza con la otra”.

 

Así Sartre nos llama la atención sobre la función exacerbada de la religión, o de cualquier integrismo[14], para sostener al sujeto cuando atraviesa situaciones extremas de vacío moral y de segregación sociocultural, al ofrecerle por lo menos tres bienes: un ideal sublime, una filiación divina y un modelo de conducta valorada por la comunidad. El Islam salafista a través de las predicaciones de imames radicales, juega este papel a la perfección, ayudando a colmar carencias identitarias, supliendo a un lazo social casi inexistente hasta entonces y creando un imaginario de rescate frente al sentimiento, latente en la historia de estos jóvenes, de no ser nada, meros desechos, sin lugar en la sociedad dominante.

 

Sin embargo, se puede suponer que las palabras de los reclutadores, no habrían surtido un efecto tan potente entre estos adolescentes atravesados por los malestares de la cultura si no fuera por la influencia masiva de Internet. Como muchos otros jóvenes posmodernos –y menos jóvenes también-, se encierran gran parte del tiempo en espacios virtuales, hasta el punto que para ellos paulatinamente se crea una realidad paralela, una realidad tan verdadera como el mundo de la cotidianidad, frente a la cual no tienen la capacidad de desarrollar un juicio crítico. En este contexto, los videos de propaganda del Estado Islámico, con sus escenas de horror pero también con sus  imágenes de un mundo otro, de hermandad y de buen vivir bajo el mandato de Allah, tienen un poder de fascinación; la voz de este nuevo Superego, venida del gran Otro virtual, se vuelve entonces imperativa, y los modelos de comportamiento ejemplares que propone, se transforman en incentivos hacia un cambio completo de existencia[15]. De este modo uno entiende la fuerza convincente de Internet como apoyo a los reclutadores —curiosamente no se sabe mucho de estas personas que probablemente, son verdaderas mafias que manejan mucho dinero y no tienen ningún interés espiritual o religioso—, que no encuentran muchas dificultades para contactar a algunos jóvenes ávidos de afianzar su radicalización religiosa con proezas e incluso auto-sacrificios, el primer paso siendo juntarse al Estado Islámico, expresión máxima de una religión poderosa, radiante, bajo el servicio de un Dios más fuerte que todos los demás.

 

De la experiencia del Estado Islámico al acto espectacular: Dios es grande

Siempre para el imaginario de un joven en búsqueda de heroísmo, el campo de batalla es un lugar muy atractivo, el fantasma de una tarima para el espectáculo y la fama. De ahí el viaje casi iniciático hacia Medio Oriente, se transforma en un verdadero rito de pasaje para adolescentes en mal de padre. Pero, a su llegada en Medio Oriente, la realidad resurge de manera violenta. Ya nada de ilusiones sino más bien frustraciones brutales. Como lo observa Bonelli (2015), los jóvenes magrebís europeos —que por lo general no hablan bien el árabe—, no reciben un trato especial; al contrario se los suele considerar como estorbos y están utilizados como carne de cañón, son devueltos a la frontera o se les asigna tareas poco relucientes. En estas circunstancias, no queda otra alternativa al joven sino probar a sus compañeros de qué es capaz; y el acto espectacular se vuelve este medio fascinante para alcanzar notoriedad con un solo gesto. Para él, es un acto heroico, aunque juzgado criminal por la sociedad en medio de la cual ha crecido pero que nunca le integró como miembro por completo. Remite al registro de lo Imaginario y deviene una mostración, a menudo con forma sacrificial, a la atención de sus pares,  una prueba de su valentía para crear un escenario y actuar: “Tienen como objetivo, poner en evidencia delante de un público y con un espectáculo sin dirección, a un actor, a un agente, que intenta existir y ser protagonista de su vida, aunque sea por un instante” (Dupret, 2015); es lo que Freud (1905) llamaba la conducta psicopática de los personajes de teatro.

 

¿Qué decir? Parece que la radicalización y la opción djihadista que desembocarán al final en el gesto terrorista suicida, se han vuelto las etapas casi ineluctables de una historia predeterminada por razones a la vez socioculturales y psicológicas. Desde luego, los gérmenes de esta violencia no se encuentran más en el Islam que en otras religiones (Zizek, 2016, pp.34-35), pero para algunos jóvenes magrebís, inmersos en una experiencia de vacío societal y espiritual y atrapados en las discrepancias entre sus dos mundos, el de la tradición familiar con sus valores incompatibles con la posmodernidad, y el de la sociedad dominante, lo cierto es que el Dios omnipotente del salafismo islámico, les da la oportunidad para reivindicar a la vez el honor de sus padres y la religión de sus antepasados: Allah akbar (Dios es el más grande).

 

Para concluir

No existen muchos testimonios directos de jóvenes marginales atrapados en las mallas de la propaganda del Estado Islámico y llevados a cometer atentados[16]. Se puede suponer que para la opinión pública, sus palabras no valen ser escuchadas; ¿quién se interesa por la subjetividad de un violento, desprovisto de compasión por su vecino? Por lo que el fragmento del diálogo entre el psicoanalista libanés, Adnan Houbballah, y un adolescente (Houbballah, 2001, p.493ss.) toma toda su significación e ilustra de manera dramática los valores puestos en juego por estos jóvenes llamados terroristas. A pesar de un contexto diferente del actual, se vislumbran elementos muy similares como el impacto de una vivencia de marginación, la humillación del padre, la idea de salvación por parte de un Dios todopoderoso y glorioso, además de un escenario de guerra y de muerte.

 

El episodio narrado tuvo lugar en Beirut durante la guerra civil de los años setenta. Ocurrió en el departamento del psicoanalista. Cuando éste abre la puerta, se encuentra frente a tres adolescentes de entre 15 y 17 años, con quienes intenta conversar, pero en vano. Habían venido para matar a  su vecino y no pudo hacer nada para evitar este asesinato. Poco después, Adnan Houbballah ve al mayor de estos jóvenes fumando en un balcón y empieza a conversar con él.

“Dime, hijo, me siento muy mal por lo ocurrido. Realmente ¿era necesario actuar de esta manera?

-          No necesito nada, responde el joven, sólo defender a mi honor y mi religión con dignidad.

-          Pero, ¿es necesario matar o hacerse matar, para que tu dignidad sea preservada?

-          Yo no temo la muerte, es el asunto de los otros, porque la vida ya no tiene sentido desde que he visto a mi familia echada de nuestra casa y humillada como perros.

-          La muerte del otro ya no me hace nada, he visto a tanta gente morir alrededor mío sin razones… Si estoy aquí, es por culpa de mi padre, quien ha sido humillado delante de toda la familia, sin intentar tomar las armas para vengar su honor; siempre repitió delante de nosotros: “Dios me vengará”. Ya no tengo respeto para él, antes le tenía idealizado, incluso le adoraba, ahora me da asco. Cuando decidí dejar la casa y entrar en las milicias, él intentó detenerme, pero le dije, tirando la puerta: “Alégrate, Padre, tu deseo se está cumpliendo, es la voluntad de Dios que me mandó para vengarte”.

-          Ahora que estás solo, sin familia, debes sufrir, supongo.

-          No estoy solo, mis compañeros son mi familia, comparto con ellos pan y sal, nos divertimos y peleamos entre nosotros. Además tengo a un jefe valiente, un creyente auténtico, es mejor que un padre, nos cuida y se ocupa de todos nuestros problemas, nos enseña la religión verdadera y el arte de la guerra. No teme ni el peligro ni la muerte, tiene fe.

-     Pero tú, ¿no temes a la muerte?

-     Cuando se tiene la fe, no se muere, estoy seguro.

Al día siguiente…, comenta el Dr Houbballah: “He visto a Ahmed, el adolescente del día anterior, tirado en un baño de sangre, los ojos desorbitados dirigidos hacia el cielo”.

 

Este breve testimonio es el ejemplo trágico de cómo experiencias de niñez y adolescencia, de marginalización, humillaciones, desamparo e impotencia frente al sufrimiento de la familia, agresiones gratuitas, inducen a la violencia a algunos jóvenes, cuando por fin, imbuidos por una misión salvadora, tienen el sentimiento de existir a través de un acto heroico, en honor a su nuevo grupo de pares: “Viva la muerte…”[17]. Rodeados por un mundo sin valores espirituales, han encontrado su redención en la religión, desgraciadamente en una secta que les brinda una versión terrorista y distorsionada del Islam.

 

Terminemos notando que otras formas de violencia, conductas de gran destructividad, agresiones de toda índole, tal vez no tan mediatizadas, son frecuentes y cada vez más comunes en la actualidad, bajo banderas muy variables. Como lo dice Bernard Stiegler (2016):

El capitalismo computacional, es decir radicalizado […] no puede producir otra cosa que no sea una desesperanza planetaria portadora de todas las variedades de la locura. […]  Arruinando los procesos de individuación psíquicos tanto como colectivos, la disrupción radicaliza la inversión de todos los valores, lo que constituye el nihilismo  (p.71).

 

La cuestión es ¿cómo cambiar la dinámica mortífera y detener al sujeto antes de que se precipite hacia el suicidio a través de los cuerpos de semejantes? En lugar de estigmatizar a los jóvenes magrebís nacidos en los suburbios europeos, sería más fructífero estudiar el origen de la pulsión de muerte incontrolable, que pone de manifiesto su comportamiento, muy parecido a los de ,tantos otros jóvenes del mundo actual que no encuentran ni escenarios ni oportunidades para proyectar su deseo de vida. Valdría la pena reflexionar sobre la manera de detenerles antes de lanzarse en actos mortíferos. Lo humano nunca es inmutable y ninguna historia está grabada de antemano. Hay que reintroducir algo de Eros, diría Freud; porque sin amor, el lazo social se desanuda y por ende, la convivencia dentro de cualquier grupo se vuelve imposible. Hay que dar el chance a los jóvenes de reescribir su destino con nuevas palabras, más poéticas y creadoras de esperanza, cuando sea todavía tiempo, es decir antes de la adultez; ayudarles a encontrar un lugar suyo en el grupo social donde viven, sentirse reconocido, con su diferencia y con un porvenir, pero también responsabilidades… Este es el desafío que nos toca, a los que trabajamos con una juventud desorientada, inmersa en la desimbolización posmoderna.

 

Bibliografía

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*Las traducciones del francés al español, son de la autora.

 

 

 

 

 




[1] Publicado en Universitas, Revista de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad Politécnica Salesiana del Ecuador, Año XIV, No.25, 2016, pp.149-168.

[2] Mencionamos las contribuciones muy valiosas al debate como la ‘Journée d’études. Ethnopsychiatrie. Culture, souffrance et théories. La radicalisation islamique’, Bruselas 19 de abril 2016, o ‘Journées de l’EPHEP. Questions sur la radicalisation –poussées, analyses et commentaires’, Paris 11 de junio 2016. 

[3] Se puede encontrar una descripción del perfil típico de estos menores infractores, los unos atendidos por el personal de los Consultorios Jurídicos Gratuitos de la PUCE, que se encargaba de su defensa, los otros entrevistados en el curso de una investigación realizada por la FLACSO, en Dupret M.-A, 2005.

[4] Islamic State of Iraq and the Levant, o también EI (Estado islámico).                              

[5] El Djihad es la doctrina de la Guerra Santa promulgada por el Islam.

[6] Los Erasmus facilitan los intercambios y las posibilidades para estudiar en otros países.

[7] Muy pocos son los nombres que atraviesan esta frontera en un sentido o en el otro.

[8] Las discusiones respecto a las políticas de reagrupamiento familiar, son significativas al respecto.

[9] Aunque son datos que no pueden ser publicados por temor a malas interpretaciones, se sabe que la proporción de pacientes provenientes de África del Norte, es muy alta.

[10] Es muy sabido que llevar un nombre y un apellido con consonancias árabes, resulta un obstáculo para conseguir un empleo.

[11] Para esta división en tres etapas (arcaica, cultural e ideológica) de la estructuración subjetiva en relación con el lenguaje y la cultura, ver M.-A.Dupret & J. Sanchez-Parga (2013).

[12] Por los datos que se tiene, unas de las diferencias, son la existencia de un hogar, la ausencia de maltratos y abusos sexuales intrafamiliares; y relaciones amistosas  más o menos duraderas.

[13] Para los jóvenes magrebís, Allah es el Dios grandioso y omnipotente.

[14] En muchos países, los nacionalismos de extrema derecha suelen atraer a grupos muy precarizados.

[15] No es raro que, antes de ‘salir a matar’, un joven cuelgue su proyecto mortífero en Internet. 

[16] Add. En este sentido, las cartas escritas por Salah Abdeslam y recién encontradas, son documentos muy significativos sobre su manera de percibir sus actos.

[17] Palabras de Millan Astray y Terreros, teniente coronel del ejército franquista, al interrumpir el discurso de Miguel de Unamuno el 12 de octubre en la Universidad de Salamanca.